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M. Saura
'La risa estúpida'

'La risa estúpida'

Rocarra (pseudónimo)

Viernes, 20 de abril 2018, 22:08

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¿Por qué le respondí que sí? No lo sé. Fue un estúpido error. Me pareció una cortesía inusual que pidiera mi consentimiento y sentí que debía corresponderle. Sencillamente, no supe negarme. Ahora busco una excusa digna y solo se me ocurre obedecer al impulso de salir corriendo sin dar explicación alguna. Pero eso sería aún peor. Demasiado tarde, la suerte está echada, ya no me queda otro recurso que disimular.

Me pregunto en qué momento pude haberme librado de llegar a esta situación. Debí hacerme el loco cuando vi a Mariló en el autobús, sentada al fondo, mientras yo pagaba mi billete al conductor. Fue una casualidad inoportuna encontrármela allí, coincidiendo en el transporte público como cuando íbamos al instituto. No la había vuelto a ver desde entonces y lo último que me apetecía era saludarla. Pero fue inevitable. Supe que me había reconocido en cuanto la oí reírse, y era inútil fingir que no me había dado cuenta, porque era imposible ignorar esa risa escandalosa y estúpida que ya de críos la caracterizaba. Así que hice el esfuerzo y caminé hasta ella a paso firme, sonriendo con expresión radiante. Fue un impulso; quería demostrarle que, a pesar de la edad y los kilos, conservaba la desenvoltura y el carácter decidido que un día la enamoraron. La verdad es que Mariló estaba muy cambiada. Ya no era la chica gorda y fea que conocí.

-¿Cómo te va? -me preguntó, tras los saludos pertinentes, mientras me sentaba a su lado.

Me tomé mi tiempo antes de responder. Odio esa pregunta, especialmente si quien la formula no me ha visto desde hace tiempo. ¿Qué puedo contar? Mi vida ha cambiado poco desde el instituto. No tengo trabajo, ni amigos nuevos, ni pareja, ni hijos, vivo con mi madre todavía. ¿Qué puedo decir? ¿Que solo encuentro empleos de baja cualificación nada gratificantes? ¿Que no salgo del barrio porque no tengo un duro? ¿Que quizá mis padres tenían razón cuando me advertían de que estudiara y aprovechase el tiempo? ¡Con lo guay que era el instituto! Entonces bastaba tener amigos para que todo fuera guay. Pero, ¿ahora?

-Bien -dije lacónicamente.

Después sonreí, la miré a los ojos y enseñé mi mejor sonrisa. Debía mostrarme fuerte, optimista, locuaz. No se es un fracasado si todavía posees tus dotes de seductor. Salí al paso de sus inquisiciones con unos cuantos embustes y pronto pude desviar la conversación a mi terreno. Empezamos a recordar viejas anécdotas y la hice reír, cuidándome de no mencionar aquellos episodios degradantes que a menudo sufrió por mi culpa. Lo cierto es que Mariló estuvo loca por mí, y me aproveché de su ingenuidad, durante todo el tiempo que duró el instituto, para divertirme a su costa. Quedaba muchas veces con ella para salir juntos por las tascas o de botelleo, consciente de que se hacía la ilusión de una relación amorosa, y con frecuencia terminaba por enrollarme con cualquier otra chica. Aquello se me daba bien. Me ganaba la admiración de mis amigos y todos me reían la gracia, y Mariló, que seguía yendo detrás de mí por muchas putadas que le hiciera, nunca se molestaba, o eso parecía. Solo una vez la vi enfadada, el día en que celebramos una fiesta en casa de un compañero de clase y ella quiso poner un CD que llevaba consigo. Cuando sonaron los primeros acordes melosos de una de esas canciones cursis que en aquella época estaban de moda, yo saqué el disco del aparato y, con vehemencia, lo tiré por la ventana. Aquello hizo mucha gracia, salvo a Mariló, que agachó la cabeza y se marchó sin decir nada. Entonces sí se enfadó. Creo que fue la última vez que la vi, al menos fuera del instituto. Sin embargo, no parecía que me guardase rencor.

Lo cierto es que debí haberme inventado cualquier cosa cuando me preguntó adónde iba. Debí decir que me apeaba en la siguiente parada, volver a mi casa o ir a cualquier otro sitio que no fuera el lugar donde verdaderamente estaba citado. Aún estaba a tiempo.

-Al hospital -reconocí-; se me ha roto el coche y tengo que ir al hospital.

-¡Qué casualidad! -me dijo-; yo también. Voy allí para hacer las prácticas de enfermería... ¿Y tú?

-A trabajar -mentí-. Soy médico.

¡Era broma! Mi intención era desdecirme y urdir otro embuste más verosímil porque no me veía yo con aspecto de doctor. Pero se lo creyó al instante, ¡así es de ingenua!, y pronto comprendí que no me inventaría nada más divertido, ni más oportuno para impresionar a una futura enfermera.

Una parada antes de llegar al hospital, Mariló se bajó para reunirse con unos compañeros con los que había quedado.

-Llámame -me dijo-; mi número está en la guía.

Entonces me pareció una buena idea.

Sin embargo, ahora sé que no iba a ser una buena idea. Tuve la oportunidad de haber evitado esta terrible situación, pero me faltaron reflejos para oponerme en cuanto me preguntó el cirujano. No te esperas que los médicos te consulten si te parece bien que un grupo de estudiantes estén presentes durante la intervención. Ahora me doy cuenta, cuando no hay marcha atrás. Qué puedo hacer, tendido bocabajo en la mesa de operaciones, con el culo abierto, esperando a que me extirpen la fístula del ano. Solo se me ocurre cerrar los ojos y rezar, pedir un milagro para que me trague la tierra. Mala suerte. Entre el rumor de los futuros enfermeros y enfermeras que poco a poco van entrando al quirófano, se oye una gran carcajada, la risa escandalosa y estúpida que estaba temiendo.

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