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Mapas sin mundo (08/04/2018)

Pedro Alberto Cruz

Domingo, 8 de abril 2018, 08:26

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«Las cosas que había querido decir no eran/ exactamente las cosas que estaba diciendo». Así comienza el poemario 'EP (Poemas de Salinger)', de Roberto Valdivia. Y quizás constituya la razón primera y última que explica la escritura y, más concretamente, la poesía. Cuántas veces no se le habrá preguntado a un poeta qué sentido tiene la poesía, por qué escribe poesía, etc.. Y cuántas veces no habrá respondido mediante formulas como «la poesía me salva», «la poesía es resistencia ante la barbarie», etc. Pero, en realidad, más allá de las milongas que todos hemos dicho para dar un titular rimbombante, la única razón para perseverar en una práctica como la poética es que nunca escribimos lo que exactamente queremos decir. Hay una inexactitud, un margen de error en cualquier poema que, inevitablemente, aboca a escribir uno nuevo. Y después otro, y otro, y otro. Porque la conciencia de la expresión inexacta nunca se agota y genera ese sentimiento tan natural de decepción, de arraigada insatisfacción. No se trata, pues -como tantas veces se ha dicho- de que el poeta escriba siempre sobre lo mismo, sino, más bien, de que nunca termina de escribir lo que quiere. El lenguaje araña poco a poco los sentimientos, pero jamás termina de llegar a su tuétano.

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U'Play Dead, Real Time' (2003) es una de las obras más conmovedoras de Douglas Gordon. En esta vídeo-instalación, formada por pantallas gigantescas, un elefante se derrumba sobre el suelo y vuelve a levantarse en repetidas ocasiones, mientras varias cámaras recogen la maniobra desde diferentes puntos de vista. Recuerdo que la primera vez que vi esta obra, en el MoMA, en el verano de 2006, quedé impresionado, sin poder mediar palabra, por la desolación causada por la imagen de esa mole física desplomándose como si de un coloso arquitectónico se tratase. Pese a la belleza y la refinada estética de la filmación, aquel elefante cayendo apareció ante mis ojos como una de las representaciones más fieles y perturbadoras de la catástrofe, como la visualización misma de la pérdida vertiginosa de un equilibrio universal. El otro día, tras conocer la noticia del accidente de un camión cargado de elefantes en Pozo Cañada, me acordé de la obra de Douglas Gordon y volví a sentir la misma y profunda desolación. Resulta increíble que, a estas alturas, todavía haya Comunidades Autónomas que no prohiban los espectáculos circenses con animales. La mirada de un elefante da muchas más lecciones de humanidad que tantos miles de meapilas, en perpetuo éxtasis por una 'solidaritis' narcisista.

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Lejos de avergonzarnos de nuestros errores, los lloramos cuando su huella desaparece.

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Decía Merleau-Ponty que el individuo es un cuerpo entre cuerpos. Dicho de otra manera: tener un cuerpo es lo que nos iguala, la base común de la existencia. De ahí la perplejidad causada ante la insistencia de algunos en convertir su presencia en un virtuoso absoluto. Ser un cuerpo y estar no quiere decir nada más que ser un cuerpo y estar. Y no creo, precisamente, que lo que busquen con su ubicuidad sea ofrecer una demostración de fenomenología avanzada.

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Algo bueno ha surgido de todo esto: al menos ahora, un tanto por ciento -impensable hace semanas- de la sociedad sabe cómo funciona la Universidad. Para que luego digan que la comunidad universitaria vive alejada de su contexto más inmediato. No creo que exista un solo ciudadano español que no sepa lo que es un TFM. La República platónica está cerca.

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«Estoy vacío, nada más» -rezaba una magnificación del grupo Nena, popularizada más tarde por Los Secretos-. Lo que sucede es que no hay nada que ocupe más espacio que el vacío: se te acopla dentro del cuerpo y no te deja respirar, ni tragar bien, ni que los pensamientos se expandan. Definitivamente no deja nada para uno mismo. Y eso te obliga a estar merodeando por el exterior de tu cuerpo, a ras de piel, sin poder encontrar en ningún momento un refugio interior. «Estoy vacío, nada más».

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Afirma László F. Földényi, en su libro 'Melancolía': «El melancólico es melancólico, entre otras cosas, porque reconoce en la insignificante pérdida de un objeto la muerte que lo espera». No se puede expresar mejor.

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