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Mapas sin mundo (12/11/2017)

Pedro Alberto Cruz

Domingo, 12 de noviembre 2017, 12:22

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Hace años, uno enfocaba su vida hacia todo aquello quería ser. Ahora, los criterios han cambiado: se trata de actuar en función de todo lo que no se quiere ser. Vivir comienza siendo una voluntad de añadir y termina por convertirse en un ejercicio de descarte. Pese a la insatisfacción insaciable, sobran más cosas que faltan.

Últimamente suelo repetir, en diversos contextos, aquello de «cuando éramos ingenuos y felices». Y es que, como escribió Gil de Biedma, «la vida iba en serio». Yo añadiría que «demasiado». Llegado un punto, te sientes en exceso machacado como para creer en casi todo. Las distopías predominan sobre las utopías, como en una mala película de ciencia-ficción. Mañana solo será mañana -aunque, ciertamente, eso no es poco.

Concha Jerez, flamante Premio Velázquez, teme más la autocensura que la censura. Y tiene razón. Todavía muchos creen en el maléfico Gran Hermano que nos vigila y nos controla cual si fuéramos marionetas. Mientras exista este mito de la exterioridad todopoderosa, el individuo podrá ser autoindulgente y descargar las culpas de sus males en los demás. Pero, en realidad, no existen más límites que los que nosotros nos imponemos. La autocensura no se combate mediante la verborragia y el terrorismo de 140 (o ya 280) caracteres. Autocensura es perseverar es el seguidismo ideológico, el repetir los clichés de la tribu social de turno, lo políticamente correcto. Autocensura es primar el lenguaje institucional y formal sobre el lenguaje experiencial, propio e insobornable. Nadie quiere estar solo, aislado. De ahí que busquemos la aceptación en las tácticas imitadoras y, consiguientemente, en la autocensura.

Quien camina de puntillas solo puede acabar tropezándose con todo aquello con cuanto se cruza y desencadenar un caos descomunal. Es lo que tiene la política de decidir como si no se decidiera.

La auténtica revolución es un acto de sutileza. Por eso ni está ni se la espera.

Habría que prohibir el impresionismo con vistas a intentar detener esa pandemia denominada «el arte como evasión».

Cada vez me sale menos mirar a la gente a los ojos. Más que cobardía, lo considero desafección. La experiencia fluye sin más, ensimismada, zombi, como una suerte de vida al margen de la vida, completamente artificial.

Las palabras, que lo son todo, ya no sirven de nada. Urge, más que cualquier otra cosa, un pacto lingüístico a escala global. Términos históricamente objetivados como fascismo y represión se han trasformado en palabras-trinchera, empleadas indiscriminadamente cuando la estrategia argumentativa colapsa y se alcanza un peligroso punto de saturación del discurso. Una de las características esenciales del fanatismo es la elaboración de una autoconciencia infalible, ajena a cualquier tipo de contexto y circunstancia que pudiera mermar su legitimidad. El fanatismo, por definición, no está abierto al contagio de las otras voces, y, por tanto, está vaciado de ese componente dialéctico que permite que toda realidad surja de la relación con otras realidades con las cuales convive natural o agonísticamente. En realidad, para la actitud fanática el conflicto no asoma como una posibilidad. No existe conflicto si no hay margen de error en quien lo promueve. Una cosa es querer cambiar el 'status quo' de las cosas, y otra muy diferente funcionar por encima del nivel de colapso del discurso, desde el cual el lenguaje se ensimisma y no ofrece lugar a la contestación. Vivimos en un periodo en el que las palabras se utilizan contra los argumentos. Y, en tal situación, la tan cacareada opción del diálogo es imposible.

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