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Mapas sin mundo (05/11/2017)

Pedro Alberto Cruz

Domingo, 5 de noviembre 2017, 14:15

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Solos en las fechas especialmente indicadas para ello, no pienso en los ausentes. La razón es sencilla: ante la inminencia del día, me blindo contra cualquier tipo de sentimiento por temor a ser arrastrado por él. En cambio, el resto de los días, cuando no hay festividades que alerten, vivo por mero automatismo vital en un continuo estado de duelo. La muerte lo invade todo, de una manera desoladora, sin dejar un solo detalle de realidad en pie. La cotidianeidad ya es suficientemente desgarradora y conmemorativa sin necesidad de que un número en rojo del calendario señale los múltiples lugares de la ausencia. Ojalá la vida fuera tan sencilla como para separar drásticamente entre los 'días de los vivos' y los 'días de los muertos'. Hace tiempo que esa clasificación artificial caducó: los muertos ya están por todos los sitios. Han saltado los muros y dejado atrás los cipreses.

Dice la poeta costarricense Adriana Sánchez: «Yo siento, en cada partícula del cuerpo la memoria histórica de los dedos». Esa 'coma' que separa el 'yo siento' del resto de la afirmación, que guillotina el verso sin piedad alguna, marca la gravedad de la experiencia descrita. Sentir, en este caso, necesita de una pausa, de una distancia con respecto a lo sentido. No hay nadie que no necesite respirar y refugiarse tras una interrupción antes de reconocer una biología muy particular marcada, nada más y nada menos, que por la memoria absoluta de sus dedos. Particularmente, no recuerdo nada que no haya tocado. Para mí, la verdad es una textura, una invasión de la propia piel, la rugosidad imposible de lo invisible. Todo cuanto mis dedos no han sentido directamente no lo recuerdo. La vista y el oído me parecen sentidos demasiados disciplinarios e institucionales, que atan la subjetividad más que desliarla. Solo la piel de los dedos puede acariciar la esencia de las cosas. En contra de tantas tradiciones que han penalizado la curiosidad del tacto, desde mi punto de vista, solo quien pretende tocar demuestra una voracidad por el conocimiento que desarma todas las normas. La mayor dimensión de la sabiduría está depositada en los dedos.

Preferiría estar seco y no poseer una sola lágrima más que derramar. Máxime cuando se constata diariamente que la actual es una sociedad que considera la 'sensibilidad' no tanto como una cualidad cuanto como una patología. Hay tantos motivos para llorar como para leer. Y, sin embargo, ambas 'experiencias' se castigan sutilmente por unas estructuras de comportamiento que nos prefieren inertes y tontos.

Afirma Trump que, en la lucha contra el terrorismo, hay que dejar de ser 'políticamente correcto'. La corrección o la incorrección política son márgenes subjetivos que quedan para el campo de la opinión. La ley, sin embargo, solo puede ser legal, puesto que cualquier otra posibilidad la sitúa en ese plano que en 'Stranger Things' se llama 'el mundo del revés'. Es lo que tiene el totalitarismo, que gestiona los textos legales con la 'accidentalidad' propia de quien opina con varias copas de más en una barra de bar.

Alguna vez, la épica fue ética. Hoy en día, no. La variación de una sola consonante crea un cruce de caminos que solo saben distanciarse entre sí. ¿Épica o ética? Esa es la cuestión.

La falta de inteligencia siempre se suple mediante la sobreactuación. Y pese a ello, hay quien piensa que, a través del insulto y la agresividad, es más íntegro, más líder y está henchido de autoridad. Quien no logra convencer desde la mesura es que no posee argumentos, solo jerarquía.

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