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Golpes

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LEMA AZUL OSCURO (PSUEDÓNIMO)

Lunes, 14 de mayo 2018, 22:47

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Incluso ahora, tantos años después, al recordar aquellos años oscuros como el miedo, siento un escalofrío, me tiemblan las piernas, me dan arcadas y vomitaría toda la rabia que me queda. Porque en la vida todo son golpes. La frase no es muy original, pero sí cierta. En la vida, todo son golpes; me repetía a menudo mi padre, que de golpes entendía un rato. Y no se equivocaba, qué va. Ni un tanto así. La vida no son cuatro días como afirman algunos. No. La vida son cuatro golpes. Y se acabó lo que se daba. Cuatro golpes. Vivir consiste en aprender a encajarlos. Eso es vivir, aprender a encajar los golpes de la vida. O, si tienes suerte, en aprender a esquivarlos. Vivir es eso. El verbo vivir debería sustituirse por el verbo aguantar. O, mejor, por aguantarse. Vivir es aprender a aguantarse. Llamémoslo 'resignación cristiana'. O cristiana resignación. Mi madre era una experta en lo de la resignación. Ya fuese cristiana o de cualquier otro tipo. La mujer tuvo mucha práctica y poca suerte. Aprendió pronto a aguantarse; que la vida son cuatro golpes mal dados y poco más. Mi padre siempre andaba con esa cantinela cuando no estaba de viaje de negocios. Lo de viaje de negocios es una metáfora. Mi padre era chófer, pero la mayor parte del tiempo la pasaba a la sombra. Además de chófer se dedicaba a lo que salía. Y lo que salía eran pequeños hurtos, delitos menores. Un par de meses en la trena y a la calle. Cuando yo nací estaba en viaje de negocios. La primera vez que me vio yo tenía seis meses. Aquellos seis meses fueron los mejores de mi vida. Después de aquellos seis meses no hubo año en que no me rompiese algo: la nariz, un brazo, la pierna. Otra vez la nariz. Los dedos de una mano. Lo dicho, la vida son cuatro golpes mal dados. Mi padre se aplicaba en seguir al pie de la letra ese refrán que pronostica que quien bien te quiere te hará llorar. Yo dejé pronto de llorar. Me concentré en encajar los golpes y, si me era posible, en esquivarlos. La recompensa, mantenerme en pie. Fue difícil, porque vivía entre un aspirante a boxeador fracasado y la cristiana resignación. Mi padre quería tallarme o forjarme a su imagen y semejanza. Quería hacer de mí un chico duro y no dudaba en utilizarme como si fuese un saco de arena, un objeto inerte sobre el que descargar su ira, su frustración y su mal beber. A veces, también su mal perder. Por supuesto mi madre paró muchos golpes. Pero tengo que decir que hubo golpes para dar y repartir. No es cuestión de realizar una encuesta para saber quién recibió más leña. Posiblemente ella, porque me llevaba ventaja. Y también porque yo carezco de la dichosa virtud de la resignación cristiana y, pronto aprendí a encajar y esquivar. Es así como sobreviven los que mejor se adaptan. Esquivan los golpes y, por supuesto, los devuelven. Mi padre me aleccionaba. Me llevaba al cine cada vez que echaban una película de boxeadores. Ignoro cuántas veces he visto 'Rocky'. Y si ponían en televisión alguna película antigua, me obligaba a verla entera, aunque no quisiera. Recuerdo 'Cuerpo y alma'. Y 'Marcado por el odio'. A mí me repugnaba aquella violencia inútil, pero mi padre seguía aleccionándome y preparándome para la vida que me esperaba. Hay que aprender a devolver los golpes. Eso viene en la Biblia. Ojo por ojo, diente por diente. Y si no te gusta 'ajo'. A joderse y aguantarse. Que es lo que toca cuando uno nace en el bando de los desfavorecidos y de los mansos que vienen al mundo a recibir. Mi padre era un buen ejemplo; vino al mundo para recibir palos hasta en el carné de identidad y acabó hinchándose a dar leña a todo el que se le ponía por delante. Especialmente a las personas que tenía más cerca o le tocaban algo -y no precisamente las narices-. No vayan a pensar que me quejo de vicio. Mi madre me enseñó que quejarse -de vicio o no- no sirve de nada. Por lo tanto, nada de quejarse. Nada de gritos ni lágrimas ni golpes de pecho. Gritar y llorar empeoran el asunto. Ella era una estoica. Una buena madre y una mujer digna. Mi padre solía cantar las verdades del barquero y, por regla general, se hacía acompañar por una banda sonora de golpes tan bien dados, dados con tanto acierto, que apenas dejaban huella física, aunque en el alma la huella fuese indeleble y profunda. Tan ducho era mi padre en propinarlos y tan experta era mi madre en recibirlos y disimularlos que ninguna vecina sospechó jamás el infierno familiar que vivíamos. Un infierno era nuestra vida. La de mi madre y la mía. Ella me cortaba el pelo y me peinaba y me susurraba: «Esto no durará siempre». Pero yo no le veía el fin. Aquello de los golpes duraba una eternidad. Cuando se cansaba de golpear a mi madre sin otra razón aparente que su humor o su capricho, empezaba conmigo. Yo me defendía, pero nunca demasiado. Oponer resistencia era tan inútil como gritar o llorar. Defenderme, aunque fuera mínimamente y a riesgo de empeorar la situación, contribuía a mantener mi dignidad. Creo que, en el fondo, a mi padre le gustaba que me defendiera, que me opusiera a su poder. ¿Qué otro significado podía tener que me obligase a ver aquellas películas de boxeo cuando las pasaban por televisión? Películas como 'Rocco y sus hermanos' o 'Más dura será la caída'. Películas que yo veía a medias y con los ojos cerrados y la rabia contenida. Él no parecía darse cuenta de mi aversión a los golpes. Su único interés se centraba en despertar al pequeño salvaje que intuía habitaba en mi interior. «Tienes que aprender a dar primero y preguntar después», me decía. Y entonces añadía el sonsonete de que la vida no eran cuatro días, sino cuatro golpes; que quien no aprendía a darlos terminaría recibiéndolos y que lo de la resignación cristiana y el poner la otra mejilla estaba bien para los mansos de espíritu, pero que un hijo suyo no era hijo suyo si no sabía dar primero y preguntar después. Yo anhelaba secreta y vehementemente no ser hijo suyo. Porque no nos parecíamos en nada. Claro que entonces yo tenía ocho años. Mi padre media un metro ochenta y pesaba casi cien kilos; yo era enclenque y débil y no di el estirón hasta mucho más tarde. Cuando íbamos juntos al cine llamábamos la atención. Yo deseaba crecer para poder devolverle los golpes. Todos los golpes, uno por uno. En especial, los que le propinaba a mi madre que soportaba las palizas una y otra vez sin rechistar mientras yo me escondía en el cuarto de baño y cerraba por dentro como ella me había dicho. Me costaba entender por qué la despreciaba y por qué la humillaba de aquella manera tan cruel. Yo le odiaba, primero con un odio tenue, difuso, luego con toda mi alma. Los períodos en que mi padre estaba de viaje de negocios eran los únicos momentos de tranquilidad; aunque sabíamos que no durarían demasiado y que cuando regresase nos haría pagar su infinita frustración. Primero golpeaba y luego, simplemente, se dejaba caer sobre el mugriento sillón orejero y dormía la mona. Yo soñaba con amarrarlo al sillón y prenderle fuego redentor. El fuego de todos los fuegos. Nunca me atreví a llevar a cabo mis ensoñaciones, pero sigo recordando los golpes, el dolor de los golpes.

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