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M. Saura
'Fractura'

'Fractura'

Kevin Garvey Jr. (pseudónimo)

Martes, 24 de abril 2018, 23:05

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1

A Marta se lo di todo, pero eligió a Luis. Y yo también lo hubiera hecho. No es difícil escoger entre un tullido emocional con poco tiempo libre o un cuerpo de gimnasio con 9% de grasa corporal. Lo que sí es complicado es ser aliado de la tristeza, convivir con ella, remendar las heridas de otra persona día tras día. Marta se decantó por Luis porque mi pelo empezó a caerse, mis ojeras ya eran una nueva piel y el segundo año de residencia como traumatólogo en el Gregorio Marañón era lo único que conseguía mantenerme vivo. Nunca dejé de quererla. En realidad, nunca dejé de necesitarla. Me entendía de una forma casi aterradora, con esa sonrisa sosegada y unos ojos infinitos de bondad. A su lado, los problemas se solucionaban con un mecanismo rápido de respuesta. Qué te pasa. Esto es lo que tienes que hacer, así es como lo puedes arreglar. El día en que se fue Marta, el día que agarró la mano de Luis zafándose de la mía, me temblaron las piernas como a un enfermo.

2

Hay un bar justo enfrente de la puerta del Hospital. Vivir solo es una mierda. Salir tarde de trabajar, acumular horas extras y hacerse la cena a una hora normal no son conceptos compatibles. Por eso, La Casa de Taño es también mi casa. Entro y el pincho de tortilla se desliza por la barra como por arte de magia. Taño me sonríe y tira la caña inclinando el vaso 37 grados exactos a la derecha. «¡Qué tarde vienes!». «Macho, tres cirugías hoy. No doy para más. ¿Hay salmón? Me apetece un bocadillo de esos a los que les pones mantequilla», respondo mientras dejo caer mi culo en el taburete.

El corazón se me para durante unos segundos, porque hay voces que nunca olvidas. Marta está llorando, y el gemido de su ansiedad me recuerda al momento de nuestra ruptura. ¿Me doy la vuelta? Está hablando con una amiga que no acierto a recordar, pero lo hace tan sibilinamente que no puedo descifrar la conversación. Taño me mira intrigado, porque me he mecido ligeramente hacia atrás, buscando ecualizar con Marta.

Ahora soy yo el que mira a Taño, que me sigue escrutando extrañado. Pero espero, espero a que las lágrimas dejen de ser el centro de la conversación. Espero, porque el miedo a no decir las palabras correctas en el momento adecuado, tras tres años sin ver a Marta, lo eche todo a perder. Abro la cámara del móvil y miro si el flequillo que todos los días me hago ante el espejo con paciencia de orfebre sigue bien tras diez horas de trabajo. Podría estar mejor. Veo por una esquina de la pantalla que la amiga de Marta se levanta con el móvil en la mano y sale del bar. Intento moverme para que el objetivo frontal me traiga a Marta a la imagen. Con un pañuelo se limpia las lágrimas aún húmedas que le quedan en ambos pómulos. «Está más guapa aún que la última vez que la vi. También lloraba», le digo a Taño. Él está empecinado en sacar brillo a la cafetera y no me escucha.

«¿Dani? ¿Qué haces aquí?». «Ya sabes, trabajo allí», le digo mientras señalo la ventana que deja ver la puerta del Hospital. «Hostia, últimamente se me olvida todo», me dice intentando esbozar una sonrisa. «¿Estás bien?», pregunto mientras me siento en la silla que su acompañante ha dejado libre. «Sí, todo genial. He quedado con una amiga del trabajo». Intento descifrar sus ojos, la media sonrisa que se le queda cuando ha dejado de llorar y parece que la vida ha vuelto a recobrar la normalidad. Sé que es esa. La recuerdo. No consigo encontrar el problema, y cada vez la escudriño con más ahínco. Ella no me aguanta la mirada y busca un pañuelo en su bolso. «Me ha alegrado verte, Dani», dice mientras su amiga se aproxima a la mesa. Sigo sin reconocerla. Ella dice «Hola» y se sienta ninguneándome. Recojo el bocadillo de salmón con mantequilla que Taño ha dejado en mi sitio de la barra y me lanzo a la puerta sin mirar atrás. Tras tres minutos andando a paso de marchador profesional, caigo en que no he pagado la cuenta.

3

Son las 6 de la mañana y el sueño no llega. Volver a ver a Marta había sido suficiente estímulo para no pegar ojo. Cuento los puntos del gotelé del techo de mi habitación y, cada 20 segundos, miro el móvil, abro la conversación de Whatsapp con ella (vacía, cuando lo dejamos borré todo el contenido) y espero a que me escriba. No sucede. Varias veces se ha puesto en línea durante la noche, pero ni un pequeño atisbo, ni un intento de escribiendo en la pantalla.

Yo redacto cien comienzos diferentes de la que quiero que sea la segunda parte de nuestra historia. «Me ha encantado verte». «Luis es un gilipollas, te lo dije». «¿Te puedo llamar?». «Hey». Borro todas las variables, porque no hay manera humana correcta de volver a tomar contacto con alguien que te ha destrozado la vida. Está escribiendo. Se para. Vuelve a escribir. Borra. Escribe. «¿Desayunas conmigo en el mismo bar?». Salto de la cama para sentarme con los pies en el suelo y casi me vuelvo a caer. «¿En el Taño?».

Taño se sorprende al verme entrar a las 8.05 de la mañana a su bar, y su cara, lejos de juzgarme, me lanza una sonrisa de complicidad que me hace pensar que este partido lo juego en casa, ante mi afición. Me siento en la misma mesa en la que Marta ha estado hace unas horas vomitando sus miedos. Aunque en este estadio se cantan mis goles, quiero que de alguna forma se convierta en terreno neutral para la conversación. Jugueteo con el móvil mientras miro a la puerta. A los tres minutos, Marta entra quitándose la bufanda y oteando a ambos lados. Levanto la mano.

El silencio dura poco, ella lo rompe, como siempre. «¿Te acuerdas cuando quedábamos tras romper y los cafés solo duraban diez minutos?», me pregunta sin pestañear. «Claro, cómo lo iba a olvidar». «No me gustaba, Dani. Te tengo un montón de cariño y me fastidia que estemos lejos», dice apenada. «Yo ya te dije que no iba a poder ser tu amigo, te lo dejé bien claro». «Ya, lo nuestro terminó y ya está, pero pensaba que el tiempo lo arreglaría todo», asevera contundente mientras arquea los hombros. No ha dejado de mirarme a los ojos ni un segundo, y yo intento buscar una señal de auxilio en la mota que se encuentra en el azul cian de su ojo izquierdo. «¿Y para eso me has pedido quedar? ¿Para repetirme lo que ya sé?». «Solo quería ver si podíamos ser amigos, y contarnos la vida de vez en cuando, con un café o una cerveza de por medio». «Pues no, Marta. No puede ser, yo no estoy preparado», le contesto mientras tomo de un sorbo largo lo que queda en mi taza. «Es una pena, porque te necesito, Dani. Ahora mismo soy yo la que te necesito». Mi orgullo hace que no responda y que ella se levante. Mi aún latente condición infantil hace que vea a Marta desaparecer del bar de Taño, sin saber cómo he podido ser tan cobarde para no coger la última oportunidad que, seguramente, nos iba a dar el destino.

4

Llevo quince horas de guardia y empieza a dolerme la cabeza furiosamente. Por eso, no sé si alucino o es Marta quien está siendo curada de una herida en la ceja por un enfermero en prácticas. Han pasado dos semanas desde nuestro desayuno y creo que me estoy volviendo loco. El enfermero termina su trabajo y deja ver su cara. Está pálida. La hinchazón hace que su ojo izquierdo esté casi cerrado. Intento acercarme, pero en mi camino no paran de pasar camillas, médicos veloces, familiares asustados. Cuando me quedan cuatro metros para llegar a Marta, una enfermera me detiene. «Tienes que ir al quirófano 2, fractura de fémur por atropello». «¿Y la doctora Merino?», pregunto. Se ha tenido que marchar, me responde sin dar más explicaciones.

Me lavo las manos concienzudamente antes de entrar a operar. Marta no se va de mi cabeza. Miro mis dedos, que tiemblan desde que la escuché llorar en el bar. Intento respirar profundamente, despejar la ansiedad. Abro con la espalda la puerta del quirófano y me seco con la compresa estéril que me ofrece el enfermero. El silencio solo se rompe por el ruido que hacen las herramientas al ser depositadas en la bandeja de metal. Con los guantes puestos veo la fractura del fémur. «Le ha atropellado un coche mientras discutía con su novia en la calle», me comenta Raúl, el anestesista, un armario de 2,03 metros. Mi corazón se pone a bombear a mil por hora cuando veo a Luis intubado sobre la camilla.

No contesto a lo que me preguntan porque estoy obsesionado con la forma en la que el bisturí tiembla en mis manos. Miro la pierna abierta de Luis, sangrante, ante mis ojos. En mi cabeza, como si fuera a morir de un momento a otro, pasan los cinco años vividos con Marta.

Inspiro y espiro. Comienzo a intervenir.

La herida que provoco en la arteria femoral hace que todos los presentes en la sala den un paso atrás, asustados. Oigo un aullido de miedo y me tambaleo hasta casi perder el equilibrio. Sigo mirando la arteria lacerada, la belleza de la sangre impregnando la sala en un espectáculo de color, y a Luis convulsionar mientras se aferra a la vida sabiéndose derrotado.

Un pitido en el monitor anuncia su muerte y el fuerte olor a sangre me hace caer al suelo. Raúl me coge y me inmoviliza. Sin oponer resistencia, completamente exhausto, salgo de quirófano a empujones y veo a Marta en la sala de espera. Mira mis manos y mi pijama completamente rojos, me sabe rehén. En el ojo que aún tiene abierto amanece una lágrima.

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