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El escritor que quiso arrebatar el Nobel a Hemingway

El escritor que quiso arrebatar el Nobel a Hemingway

La publicación de una antología de sus cuentos, 'La chica de California', rescata la figura de John O'Hara, uno de los mayores narradores de EE UU del pasado siglo

LAURA FERNÁNDEZ

Martes, 28 de junio 2016, 01:27

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Autor de más de 400 relatos y de un puñado de estupendas novelas, John O'Hara definió su época «mejor que nadie», según reza su propio epitafio, pero lo hizo arrastrando un sentimiento de clase que le impidió sentirse por completo libre. Contra Ediciones rescata una cuidada y emocionante selección de sus mejores cuentos, 'La chica de California', que permiten recordar por qué aún se los considera un excelente espejo de la compleja y contradictoria sociedad en la que vivimos.

Renata Adler, la despiadada dama del periodismo no adulterado por la ficción, la mujer que considera a Tom Wolfe un engañabobos por intentar escribir novela fingiendo que escribe artículos-relato, la mujer que es también una fabulosa autora de ficción posmoderna, la única que en los 70 se subió al carro de la literatura que hizo de la forma bandera y obvió la posibilidad de una trama, estaba enamorada de los relatos de John O'Hara. Y lo estaba porque eran el mejor espejo que jamás pudo imaginar. Ella escribe, en su indispensable 'Oscuridad total' (Sexto Piso): «Estábamos bien educadas, desde luego. Habíamos leído mucho (...) Los libros que determinaban en gran medida en qué nos convertiríamos eran, bueno, por supuesto, los de Beatrix Potter, 'Mujercitas', Dickens, novelas de guerra y frontera, los libros de perros de Albert Payson Terhune, Kipling; luego, de repente, poesía, grandes clásicos, cualesquiera de ellos, Dostoiekski, Conrad, Melville. Hemingway, Salinger, Fitzgerald; luego, últimamente, extrañamente, en cierto modo preferentemente, John O'Hara». Porque, al final», añade, «si como jóvenes adultas éramos, en cuestiones sexuales, criaturas de alguien, éramos también, aunque nunca lo habríamos mencionado entre nosotras, criaturas de John O'Hara. Muy bien educadas. Hasta originales o muy bien afinadas. Pero sus criaturas de todos modos».

¿John O'Hara? ¿Quién era exactamente O'Hara y por qué una mujer liberada en muchos sentidos, en casi todos los sentidos, como Renata Adler, que llegó a ser, recién cumplidos los 30, la jefa de la sección de Cine del 'New York Times', lo señalaba como el creador de lo más parecido a una imagen literaria que las mujeres de la época tuvieron? O'Hara es casi por completo desconocido en España, o, cuanto menos, ni de lejos tan conocido como su admirado Hemingway.

Sin rival

Y eso que este fue también uno de sus admiradores y, de hecho, llegó a decir de 'Cita en Samarra', la novela que lo situó por primera vez entre los candidatos al Nobel, que «si lo que apetece es leer un libro de alguien que sabe exactamente lo que te está contando y que además lo hace maravillosamente bien», no tenías más que leerlo. John O'Hara es algo parecido al cruce perfecto entre Francis Scott Fitzgerald y Raymond Carver, o un John Cheever más consciente de su propia clase. Se diría que hay algo de O'Hara y del protagonista de su durísimo 'El caballero orondo' en el personaje que no podía dejar de comer que tan portentosamente bien dibujó David Foster Wallace en su primera novela, 'La escoba del sistema', y que sus ecos, aquí y allá, están por todas partes.

¿O no podría haber sido una película de Vincent Gallo 'La chica de California', el relato que se encarga de abrir, y dar título, a la antología que acaba de publicar Contra Ediciones? Los protagonistas son una pareja de actores, un chico y una chica, enamorados, famosísimos, que viajan, en coche, un coche con chófer, pues son realmente famosos, a casa del chico, para comer con la familia. Una vez allí, la familia no hace otra cosa que pedirles autógrafos y, en cierto sentido, menospreciarlos, porque, como dice la chica, «nos odian, todos nos odian, hagamos lo que hagamos, nos odian». Los odian, sí, porque son famosos, porque creen que ellos se consideran especiales, cuando no hacen otra cosa que trabajar, sólo que en algo que consiste en que los demás te consideren especial.

«Fue un hombre verdaderamente difícil», escribió su biógrafo, Frank MacShane. MacShane también dijo que, hasta el último momento, se consideró el próximo ganador del Nobel. «Cuando murió Hemingway, creyó que no tenía rival», dijo.

O'Hara había nacido en 1905 y murió en 1970. Cuando en 1962 John Steinbeck se hizo con el preciadísimo premio, O'Hara declaró: «Sólo se me ocurre otra persona que hubiera preferido que lo ganara». Él, evidentemente. Ese creer tan firme y desproporcionadamente en sí mismo no era más que una coraza. O'Hara siempre se sintió tremendamente pequeño en el ambiente bohemio en el que se movía, porque nunca había podido ir a la Universidad, aunque lo había deseado con todas sus fuerzas. Su padre murió el año en que debía matricularse, y no pudo hacerlo, porque tuvo que ponerse a trabajar, así que arrastró durante toda su vida la tristeza de no haber podido elegir, y un sentimiento de clase que aparece, constantemente, en sus relatos. Relatos que empezó a publicar muy pronto, recién aterrizado en Nueva York, adonde llegó procedente de su Pensilvania natal (la pequeña Pottsville, convertida en sus relatos en Gibbsville). Relatos que muy pronto llegaron al 'New Yorker', donde llegó a publicar más de 400. Dorothy Parker, una histórica del 'New Yorker', dijo que nada escapaba al ojo y al oído de O'Hara. Y, de hecho, esa fue su intención desde el principio.

«Los años 20, 30 y 40 ya son historia», escribió en una ocasión, «pero no puedo contentarme con dejar su narración en manos de los historiadores y editores de libros ilustrados. Quiero registrar cómo hablaba y pensaba y sentía la gente, y hacerlo con la mayor sinceridad y variedad». Se ha dicho, en ese sentido, que quizá el gran tema de la narrativa de O'Hara fue el de la caída de la máscara en una situación excepcional. Es decir, sus personajes se presentaban ante el lector como lo que suponía que eran, según la convención social, pero allí, ante sus ojos, ocurría algo y ese algo los cambiaba para siempre; ese algo los revelaba, en su verdadera forma.

Personajes

Quizá a eso se refería Renata Adler cuando hablaba de que todas ellas, todas aquellas mujeres de los 70, eran personajes de los cuentos de O'Hara. «Habíamos sido categóricas respecto a cómo serían nuestras vidas. No serían como las de las hijas estereotípicas de padres urbanos de izquierdas, ni como las de las mujeres caídas en pecado de todas las literaturas, ni siquiera como las de las mujeres adúlteras de O'Hara. De todos modos, a diferencia de las mujeres de O'Hara, pocas de nosotras estábamos casadas. Pero, aparte de todo lo demás, estábamos empezando a sentir en nosotras mismas la formación, si no de otro estereotipo, al menos de otro patrón predecible. No casada. Esperando. Cocinando cenas aplicadamente. Saliendo. Trabajando. Manteniendo viva la sensación de una posibilidad altamente romántica», escribió Adler.

Dicho de otra forma, se estaban fabricando otra máscara. He aquí la moraleja de todo relato de O'Hara y de su propia vida: fabrica tu propia máscara. Una que hayas moldeado tú mismo y que no tenga nada que ver con lo que sea que te haya impuesto la sociedad. Escribe tu propio epitafio. Escribe algo parecido a: «Relató su época mejor que nadie. Fue un profesional. Escribió bien, y con sinceridad». Que es justo lo que escribió el genio que nunca ganó el Nobel pero confió, hasta el último momento, en que lo haría.

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