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Imagen de Londres en 1616, año de la muerte de Shakespeare.
El centro del mundo conocido

El centro del mundo conocido

Miguel de Cervantes y William Shakespeare. A ambos los unió el azar del año de su muerte pero, sobre todo, su bien ganada inmortalidad. Ambos se formaron en pleno Renacimiento y habitaron un período de grandes cambios y aventuras; un tiempo en el cual la imprenta ensancha el saber universal, las empresas marítimas y colonizadoras descubren rutas y mundos inéditos, y la Reforma, que soñaba con dar a Europa un renovado espíritu cristiano, produce la barbarie sin igual de las guerras de religión. William Shakespeare nació el año 1564 en Stratford, un lugar idílico de las márgenes del Avon

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

Viernes, 17 de junio 2016, 07:52

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Ambos autores retrataron brillos y sombras de sus países: una Inglaterra rebosante de vitalidad y una España que iniciaba el declive

Miguel de Cervantes y William Shakespeare. A ambos los unió el azar del año de su muerte pero, sobre todo, su bien ganada inmortalidad. Ambos se formaron en pleno Renacimiento y habitaron un período de grandes cambios y aventuras; un tiempo en el cual la imprenta ensancha el saber universal, las empresas marítimas y colonizadoras descubren rutas y mundos inéditos, y la Reforma, que soñaba con dar a Europa un renovado espíritu cristiano, produce la barbarie sin igual de las guerras de religión.

William Shakespeare nació el año 1564 en Stratford, un lugar idílico de las márgenes del Avon. Amenazado por sus rivales Francia y España, el reino de Inglaterra era entonces un país rebosante de vitalidad, donde el salvajismo de algunas costumbres corría parejo con el refinamiento del ideal renacentista y los principios del Humanismo.

«No existe en Europa un pueblo más altanero, más desdeñoso, más embriagado por la idea de su propia excelencia», escribiría a finales del siglo XVI el embajador francés en Londres. Nunca como en la segunda mitad de esta centuria se sintieron los ingleses tan orgullosos de serlo. En esos años todo contribuía a inflamar su autoestima: los progresos de la lengua nacional, la construcción de una poderosa flota, la confirmación de la ruptura con la Iglesia de Roma, la guerra con España y la destrucción de la Armada Invencible, los viajes de exploración de Francis Drake y Walter Raleigh, que abrieron Inglaterra al Nuevo Mundo...

Cuando Isabel I subió en 1558 al trono de Inglaterra, sabían sus súbditos que la reina estaba decidida a que no la manejara nadie. Y, efectivamente, nunca perdió la ocasión de dejar clara su prerrogativa real, de levantar una rígida barrera frente a sus consejeros, ayudada por su natural descaro y su carácter celoso. Para ella ,todo valía con tal de evitar las costosas guerras que se podían sortear con las artimañas de la astucia y la diplomacia. «Este país», se desahogaba el embajador de España después de protestar por las descaradas rapiñas del corsario John Hawkins, «ha caído en manos de una mujer que es de la piel del diablo».

Fantasía y prosperidad

Telón de fondo de buena parte de los éxitos de Shakespeare, el largo reinado de Isabel I fue una época de fantasía y prosperidad para Inglaterra. Florecieron la poesía y el teatro, el comercio se desbordó, las riquezas se derramaron sobre Londres y esparcieron la pasión por el lujo y el capricho de la moda. Y en sus diversiones mitológicas, los nobles rivalizaron en inventiva con los poetas, que eran, a menudo, también grandes señores. El Shakespeare de 'Mucho ruido y pocas nueces', 'El sueño de una noche de verano' o de 'Como gustéis' es el eco sonoro de esa vida refinada y exuberante, de una Inglaterra donde los aldeanos tocan la viola y la imaginación de los trovadores anima las fingidas querellas de los enamorados.

Pero, pese al esplendor de las letras y la creciente pujanza política y económica de la Inglaterra isabelina, no debemos exagerar el contento del pueblo -los campesinos lo pasaban muy mal- ni obviar la crueldad de las persecuciones contra los católicos, ni ignorar que las gentes que aplaudían una comedia de Shakespeare en The Globe eran las mismas que experimentaban placer en ver a un desgraciado oso atacado por una jauría de perros o presenciar el sanguinario suplicio de un malhechor.

Penumbras y esplendores marcan la sociedad en la que vivió y soñó William Shakespeare. Y lo mismo puede decirse de la España de Miguel de Cervantes, en la que los tumultuosos autos de fe conviven con la poesía sublime de fray Luis de León o san Juan de la Cruz y el despilfarro de la alta nobleza con las abultadas legiones de hambrientos, mendigando a las puertas de iglesias y monasterios.

Nació el autor del 'Quijote' en 1547, año de la batalla de Mühlberg, inspiradora de uno de los más célebres retratos que Tiziano hizo de Carlos V. Las posesiones del nieto de los Reyes Católicos -engrandecidas con las conquistas de Cortés y Pizarro en América- eran, en aquel entonces, veinte veces mayores que las del Imperio Romano. Y en 1580, reinando ya Felipe II, la agregación de Portugal y sus territorios de ultramar permitiría a un español pasearse por el mundo sin pisar tierra extranjera.

Ninguna monarquía era más temida y envidiada que la española en el siglo XVI. Carlos V y Felipe II llenan la centuria con tal plenitud que oscurecen a cualquier otro soberano de su tiempo, incluyendo a Solimán el Magnífico. El primero, entre batalla y batalla. El segundo creando una compleja maquinaria de administración y gobierno que proporcionó recursos para la política exterior o el control ideológico de sus súbditos.

Pero las resonantes victorias de la monarquía hispana en los campos de Europa y las aguas del Mediterráneo nunca resultaban definitivas, los conflictos se multiplicaban, y las deudas con los banqueros alemanes, genoveses y flamencos se llevaban el oro y la plata de América. Un panorama sombrío en el que la crisis económica azota implacable y la intransigencia político-religiosa de la Inquisición liquida un catolicismo intelectual y humanista inspirado en Erasmo. «Prefiero no reinar a reinar sobre herejes», había sentenciado sin cuartel Felipe II.

Y así, cuando en 1598 el rey burócrata cierra sus ojos al mundo en El Escorial, es como si toda la fortaleza que había exhibido su imperio se desplomase con él. Han de transcurrir todavía muchos años para que la monarquía pierda su envidiada posición de gran potencia mundial y la corte madrileña deje de atraer la mirada de Europa, pero los malos augurios parecen conjurarse contra España.

Sin pretenderlo, el tránsito de Felipe II señaló otra travesía mucho más dolorosa para todos los españoles: la de una monarquía que, habituada al triunfo, creyó estar elegida por Dios para dominar el universo, y se siente abandonada por la divinidad, víctima desdichada de sus enemigos. Del sentimiento de fracaso sólo se salvará la cultura, que prolongará de la mano de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca, Velázquez y los escultores barrocos de la escuela sevillana y vallisoletana, la vida pletórica inaugurada en el XVI por el nebuloso autor del 'Lazarillo de Tormes', Garcilaso de la Vega, Francisco de Aldana, Francisco de Vitoria, Alonso de Berruguete, Juan de Herrera o los cuerpos que vuelan del Greco.

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