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¿Existe la generación espontánea?

¿Existe la generación espontánea?

De dónde salen los seres vivos? Esta pregunta parecería absurda hoy en día. Los seres vivos, sabemos, nacen de otros seres vivos. Siempre. La vida proviene de la vida y así ha sido desde su inicio, evolucionando de modo incesante y diversificándose de manera asombrosa. 

MAURICIO-JOSÉ SCHWARZ

Viernes, 17 de junio 2016, 07:59

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El enigma sobre el origen de la vida se resolvió a finales del siglo XVIII, al demostrarse que en un entorno absolutamente estéril no cabe la aparición de microorganismos

De dónde salen los seres vivos? Esta pregunta parecería absurda hoy en día. Los seres vivos, sabemos, nacen de otros seres vivos. Siempre. La vida proviene de la vida y así ha sido desde su inicio, evolucionando de modo incesante y diversificándose de manera asombrosa. Sin embargo, esto no era tan claro en la antigüedad. Ciertamente muchos animales nacían de otros, incluidos los seres humanos, pero se creía que ése era un caso especial, es decir, que había otras formas de crear seres vivos. Los babilónicos creían que los gusanos surgían espontáneamente del barro, los chinos pensaban que los pulgones nacían así del bambú y los indostanos creían que la suciedad y el sudor daban origen a las moscas.

Esta teoría de la generación espontánea la sintetizó Aristóteles diciendo que algunos seres vivos, como muchos insectos, emergían de «tierra o materia vegetal en putrefacción». Y es que si aislamos un lugar donde no haya, digamos, gusanos o escarabajos, al cabo de cierto tiempo aparecían al parecer de la nada gusanos o escarabajos. Y si eso era válido para estos seres vivos lo podía ser para animales más grandes e incluso para personas. La hipótesis se mantuvo a lo largo de toda la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento. Todavía en el siglo XVII, el médico y químico flamenco Jan Baptist van Helmont, inventor de la palabra 'gas', publicó una presunta receta para obtener ratones usando un frasco con granos de trigo y una camisa empapada de sudor. Había hecho la prueba y reportó asombrado que los ratones obtenidos con esta receta eran indistinguibles de los que se podían obtener mediante reproducción sexual.

En 1668, el toscano Francesco Redi hizo una serie de experimentos cuidadosamente controlados para determinar si las larvas de mosca aparecían por sí solas de la carne en putrefacción, como afirmaba la teoría de la generación espontánea. De modo que introdujo materiales en estado de putrefacción dentro de unos frascos. Algunos quedaron cubiertos con una fina tela de algodón o corcho; los demás, totalmente abiertos. Al cabo de un tiempo, observó que no aparecían larvas en los que estaban tapados, pero sí en los que estaban descubiertos.

Otros experimentos incluían meter moscas en botes sellados con carne en descomposición. Si los insectos estaban muertos, no aparecían larvas; eso sí, bastaba que hubiera algunas vivas para que proliferaran.

El concepto de esterilidad

En 1674, seis años después de que Redi publicara sus experimentos, un comerciante y pulidor de lentes holandés llamado Anton Van Leeuwenhoek consiguió ver lo invisible: seres diminutos, vida unicelular, huevos de moscas y otros insectos. Se empezaba a prefigurar la respuesta a la controversia que había agitado Redi... Pero los defensores de la vieja hipótesis se limitaron a bajar de escala, afirmando que los microorganismos eran los que se producían espontáneamente. Algunos experimentos como el de Louis Joblot, discípulo de Leeuwenhoek, mostraban claramente que los seres vivos que se veían en las soluciones experimentales provenían del aire circundante, pero la idea siguió sin ser aceptada por la mayoría de los naturalistas. Por lo demás, ya empezaba a cobrar carta de naturaleza el concepto de 'esterilidad', es decir, de tener un medio básico en el que el científico pudiera estar seguro de que no había microorganismos al inicio del experimento, para así constatar el origen de los que aparecían después.

El sacerdote galés John Needham hizo algunos experimentos hirviendo distintas materias orgánicas con la idea de matar los microorganismos que pudiera haber. Pese a que sellaba los frascos, seguían apareciendo estos seres, lo cual fue ampliamente interpretado como una validación de la generación espontánea. No obstante, entró en el debate el científico italiano Lazzaro Spallanzani, un convencido de que la experimentación rigurosa y repetida era la única forma de alcanzar certezas. El experto -futuro descubridor de la ecolocalización de los murciélagos y de los procesos químicos de la digestión- repitió los experimentos de Needham demostrando que sus técnicas eran insuficientes. Si las soluciones se hervían el tiempo suficiente y se mantenían protegidas todo el tiempo de la contaminación aérea, no aparecían los microorganismos. Sus resultados, publicados en 1765, fueron ignorados pese a su contundencia.

El papel de las conservas

La realidad práctica se iba imponiendo a las ideas consolidadas. Así, en 1795 el confitero francés Nicholas Appert inventó un método para conservar alimentos. Su sistema implicaba introducir un alimento en un frasco, cerrarlo herméticamente y luego hervirlo durante largo tiempo. Sin proponérselo, el cocinero confirmó los resultados de Spallanzani... y de paso ganó el premio de 12.000 francos que ofrecía el Ejército francés a quien lograra una gran innovación en las conservas. Quedaba un resquicio para los defensores de la generación espontánea: argumentaron que era necesario que hubiera aire para que se operara el milagro de la generación de vida. Era su último bastión.

El minucioso trabajo de Spallanzani sentó las bases para los experimentos del joven Louis Pasteur publicados en 1864 y derribaron esa última plaza fuerte de la generación espontánea. Empleó un preparado de caldos de carne que hirvió exhaustivamente en matraces con un alargado cuello en forma de 'S' horizontal. En algunos, rompió el cuello en forma de 'S' para que el contenido quedara expuesto al aire y al polvo, mientras que en otros dejó abierto el cuello, permitiendo que pasara el aire pero no el polvo que llevaba los microorganismos y que quedaba atrapado en la curvatura del matraz. En los primeros se desarrollaron microorganismos; en los segundos, no.

Así culminaban los cerca de 200 años que habían pasado desde los primeros experimentos de Redi. Solo quedaba un misterio: al menos en un momento, hace unos 3.800 millones de años, la vida surgió a partir de la materia inanimada. ¿Cómo fue posible? Quien descubra cómo ocurrió ese proceso pasará a la historia como Pasteur o Spallanzani.

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