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Vida cotidiana. Las fotos de Boix no se detienen en el frente, sino en la retaguardia, en la vida diaria de soldados y civiles en medio del conflicto.
El fotoperiodista adolescente

El fotoperiodista adolescente

Una exposición y un libro muestran las imágenes de Francesc Boix tomadas durante la Guerra Civil y las que recuperó de Mauthausen, firmadas por otros autores

ELENA SIERRA

Lunes, 15 de enero 2018, 21:39

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Aveces pasa. Sigue pasando. Se vacía un piso, se saca a la calle lo que contiene y que ya nadie quiere, y en el lote hay de todo, desde lo más insignificante hasta lo más valioso. Puede que eso tan valioso pase al principio inadvertido y sea incluido en el lote de lo insignificante. Con las fotos, que se atesoran durante décadas y son lo primero que acaba en la papelera -acababa, que ahora ni siquiera se pueden apilar y tirar físicamente-, ocurre mucho. Pero puede que la buena suerte se cruce en el camino de esa caja, esa maleta o esa lata que contiene imágenes o negativos cargados de ellas, cargados de historia, y acaben en las manos correctas. Ya pasó con la maleta mexicana de Robert Capa -se la llama así, pero incluía también obra de Gerda Taro y David Seymour- y con parte del legado de Agustí Centelles.

Esa es también la narración de las fotografías que han sido el origen de una exposición y un libro de nombre 'Los primeros disparos de Francesc Boix', el llamado fotógrafo de Mauthausen. Hay que recordar aquí que Boix no hacía fotos en el campo de concentración, sino que se empeñó en salvar las que hacían otros y, junto a algunos compañeros y con la ayuda de gente que vivía más o menos libremente en uno de los periodos más sangrientos del siglo XX europeo, puso a salvo imágenes que tras la Segunda Guerra Mundial servirían como pruebas para dictar sentencia en los famosos juicios de Núremberg y de Dachau. Y que, entre su encarcelamiento en Mauthausen, donde trabajaba en el laboratorio fotográfico revelando negativos y haciendo copias, y los citados procesos judiciales, se pasó una semana recorriendo el campo recién liberado y dejando testimonio fotográfico con su Leica.

Todo esto lo cuenta Ricard Marco, fotógrafo y presidente de Fotoconnexió, una asociación cultural catalana que nació en 2011 con el objetivo de investigar, conservar y difundir fotografías y audiovisuales cuyo contenido cuenta mucho de la historia de un lugar. Pocos años antes de que se formalizara la asociación, tres cajitas llenas de negativos, algunos etiquetados y otros no, algunos en buen estado y otros menos, andaban ya rondando por ahí. Solo eran material viejo, al menos en principio. Habían salido del vaciado de un piso en Perpiñán. Las dos cajas de latón y la de madera fueron compradas por un señor en uno de esos mercadillos callejeros tan populares en Francia, y este las vendió después a un anticuario de Barcelona.

Las más interesantes son las instantáneas tomadas en los frentes de Aragón y el Segre

Con las experiencias vividas se convenció de la importancia de la fotografía como testimonio

El descubrimiento

El anticuario las puso a la venta en 2010 y por primera vez Marco oyó hablar de ellas. Nadie las compró. En 2013, el anticuario volvió a intentarlo y esta vez el precio fue de 7.500 euros. «Estaban en buen estado, eran de 1938 y anónimas. Había más de 700 de la Guerra Civil y otras 700 del periodo anterior, entre 1930 y 1936, con vistas de Barcelona y otras localidades», describe. En ese momento contactó con el historiador y abogado Josep Cruanyes, coordinador de la Comissió de la Dignitat, la entidad catalana que trabaja para que los documentos confiscados durante el franquismo sean devueltos a sus propietarios. Y se pusieron en marcha para comprar las cajitas. Lo hicieron «mediante aportaciones voluntarias y las de la revista 'Sapiens' y la editorial Ara Llibres, editoras del libro». Las fotos forman parte desde ese momento del fondo de l'Arxiu Nacional de Catalunya y unas 130 componen una muestra itinerante que de momento viajará por aquella comunidad y que es posible que en el futuro llegue a Euskadi, al Photomuseum de Zarauz.

«El material era muy interesante», asegura Marco. Las más interesantes, al menos en lo que a dar testimonio de la guerra se refiere, son aquellas que se hicieron en el frente de Aragón y del Segre. Hay imágenes de soldados en la retaguardia, de soldados con armamento, de soldados ayudando a los campesinos en las tareas del día a día -Marco insiste en lo maravillosas que son estas-, de soldados disfrutando de una tarde de baile o de un baño en el río, de los civiles en su vida cotidiana en medio de la guerra, de las agrupaciones de mujeres que iban a colaborar, de pueblos destruidos...

«Teníamos el precedente del fotoperiodista Agustí Centelles», que ha sido comparado con Capa por sus fotos del frente; en este lote no había exactamente eso, «ni saltos en el aire, ni disparos, no son de reportero de guerra. Más bien son imágenes de la vida del soldado, hechas por alguien que estaba allí, a su lado». Durante la investigación de los negativos, se mencionó en algún momento el nombre de Joan Andreu Puig Farran (algunos de sus trabajos fueron en su día atribuidos a Centelles). «Era el gancho». Pero como era imposible confirmarlo, el equipo al cargo se decidió a hacer un llamamiento en la prensa. Como cuando compraron las cajitas, era necesario buscar la colaboración de otras personas.

Y así es como comienzan a tirar de un hilo que, tras varios intentos frustrados, se resuelve en un dato real, sin duda ninguna: los descendientes del matrimonio que aparece en una de las fotografías, el capitán Ventura Pau y Montserrat Sureda, tienen la clave. Montse, miembro de las mujeres que militaban en la Joventut Socialista Unificada (J.S.U.), había ido a visitar a su marido al frente del Segre el 2 de junio de 1938. La familia tenía una foto del momento. Ventura Pau lo había dejado anotado en su diario. Y lo mejor es que había escrito el nombre del fotógrafo. Era Boix. Un Boix adolescente. Que nunca fue soldado, pero que estuvo acompañándolos.

Aunque en una de las imágenes, la que sirve de portada al libro 'Los primeros disparos de Francesc Boix', se le ve sonriente detrás de una ametralladora, el hecho es que estaba de paso, como fotógrafo y militante comunista. Su misión era retratar a los soldados, y en la exposición que se ha organizado con este material puede verse un audiovisual con más de 200 retratos individuales o en grupo. «Es curiosa la reacción del espectador: con este tipo de fotos siempre se intenta identificar a alguien, encontrar algún rostro conocido».

Testimonio histórico

Boix era muy joven entonces pero ya publicaba en algunas revistas como 'Juliol' y 'Combate' fotos de ruinas y devastación. Su biógrafo, Benito Bermejo, había dado cuenta de esa parte de su corta historia -el protagonista nació en 1920 y murió en 1951, probablemente por alguna dolencia que arrastraba desde su estancia en el campo de concentración alemán-, pero como un detalle y sin haber podido confirmar casi nada. Estas eran las pruebas definitivas. Un análisis grafológico de las notas que acompañaban a algunos de los negativos terminó por confirmar la autoría de las imágenes, que debieron de ser muchas más porque los negativos no casan.

A la importancia que tienen como reflejo de la vida cotidiana de soldados y civiles en los años de la Guerra Civil, hay que sumarle la de ser una parte fundamental de la obra de un fotógrafo al que, dice Muro, «se conoce no tanto por ella como por los hechos, es decir, por el valor de su acción en Mauthausen». Los primeros disparos de este joven «que llevaba el fotoperiodismo en la sangre» dan fe de su «interés por la fotografía como testimonio histórico». ¿Y cómo era, más allá de eso? «Vital, sonriente, lanzado, ayudaba a todo aquel que podía. En Mauthausen, debido a su trabajo, podía hacer trapicheos y conseguía comida para los enfermos. Se ganaba el favor de los vigilantes y se aprovechaba de ello para mejorar las condiciones de otros».

Era un crío que se había hecho mayor en los años más convulsos, primero en la República y luego en las guerras, así que desconocía la seguridad y por tanto comportarse de manera segura no entraba en su código. «Entablaba conversaciones que podían acarrear la muerte, eso lo ha contado alguno de sus compañeros. Hay que entender que desde niño convivió con el desastre, con la violencia, y por lo tanto se adaptaba al conflicto, para él era lo de costumbre», describe Muro. Antonio García, un fotógrafo catalán que estuvo a su lado en algunos momentos, «lo vivía mal, sentía que los ponía en peligro, que arriesgaba demasiado». Como para tantos niños criados bajo el fuego, «era un juego».

Un juego que sin embargo se iría tomando cada vez más en serio, convencido de la importancia de la fotografía como testimonio. De ahí la trama que, con otros compañeros, urdió en Mauthausen para poner a salvo imágenes que fueron fundamentales para condenar a los asesinos. Esa trama por la que pasó a la Historia, y que solo ahora se acaba de completar con sus primeros disparos sobre el terreno en los frentes de Aragón y del Segre.

Toda la informacion al respecto puede consultarse en el portal del Archivo Nacional de Cataluña. Hasta ahí ha llegado el vaciado de un piso en Perpiñán. Un hecho que no es único, por cierto. «Cada vez aparecen más fotografías, van aflorando a la muerte de sus propietarios». No todas serán de profesionales reconocidos, pero aportarán igualmente un conocimiento nuevo sobre una época pasada.

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