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Espacios ocultos, espacios revelados

VICENTE MARTÍNEZ GADEA

ARQUITECTO Y PINTOR

Lunes, 11 de junio 2018, 21:39

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Hace unos días, con ocasión de la celebración de La Noche de los Museos, tuve el honor de encargarme de la visita guiada, en la Sala Verónicas, de la exposición 'Entre la ficción y la realidad' del artista José Manuel Ballester. De entre cientos de obras, resultado de muchos años de trabajo, se han seleccionado catorce para esta muestra. Las que pertenecen a su serie 'Espacios ocultos' dominan claramente la selección.

Ballester empezó dibujando y pintando minuciosamente muchos de los temas, sobre todo arquitecturas, que ahora él fotografía. La fotografía ha tenido siempre una trabajosa relación de dependencia-independencia con la pintura. Desde los pioneros fotógrafos academicistas y también pictorialistas, hasta los últimos pintores hiperrealistas, las dos artes han andado ocupadas en la definición de sus límites.

Aquí se presentan, codo con codo, fotografías sin manipulación junto a otras muy elaboradas. Unas son el resultado de mirar, implicarse y disparar, como 'La fuente del monasterio de clausura de Santa María del Parral'. Otras son el resultado de una esmerada intervención del artista utilizando recursos de edición digital, como puede ser la imagen desde el coro de la iglesia, también del Monasterio del Parral, de Segovia. En esta magnífica obra, la imagen del altar se sustituye por el árbol que hay justamente detrás, convirtiendo el espacio en una iglesia panteísta (en la que el Universo, la Naturaleza y Dios son equivalentes) como las de Tadao Ando en Japón o las nórdicas en las que la cruz se ve, a través de ventanales, aislada fuera en el paisaje.

Las primeras se benefician de que la fotografía sea decididamente un arte de nuestra época. Como decía Susan Sontag: «No hay modo de suprimir la tendencia intrínseca de toda fotografía a dar valor a sus temas». En las elaboradas podemos disfrutar más el pensamiento y el trabajo del artista. Son ejemplo destacado las dos obras creadas expresamente para esta exposición: 'Primavera' y 'Escuela de Atenas'. Ballester elimina los personajes de conocidos cuadros de la historia de la pintura occidental, manteniendo el tamaño de cada obra, pero dejando como misterioso protagonista, solitario, el lugar que los personajes ocupaban.

Del cuadro que sirve de base para la primera intervención, 'La primavera', de Sandro Botticelli, solo queda el «jardín donde siempre fuera primavera», el regalo que le hizo Céfiro a Flora. Ya no hay secuencia. Todo es simultáneo. De aquella apuesta pagana de la cultura helenista frente a la pintura religiosa, han desaparecido sus nueve personajes y el rito. Solo quedan los naranjos, y los laureles de la derecha inclinados por el viento de Céfiro.

Ante esta imagen no parece importar saber cómo era la arboleda antes, o cómo será después. Como diría Simmel a propósito de los paisajes de Böcklin, «Los árboles parecen inmunes a las estaciones: ni florecerán, ni perderán sus hojas; se yerguen eternos, ya se muestren verdes, crecidos o declinando. Y sus ruinas nunca evocan lo que fueron antes de su derrumbe y degradación». Esa falta de acontecimiento, esa irrelevancia del antes y el después, esa quietud, producirá paradójicamente una imagen inquietante

La otra obra realizada especialmente para esta exposición se basa en el célebre fresco de Rafael de Sanzio 'La escuela de Atenas', que encargó el papa Julio II para decorar su biblioteca particular. Representa una de las cuatro Facultades de la Antigüedad Clásica: la Filosofía. Pero ya no está Platón señalando con su mano al cielo, ni Aristóteles señalando con la suya a la tierra. Tampoco Pitágoras, ni Averroes, Epicuro, Heráclito, Diógenes, Euclides, Sócrates, Alcibiades, Ptolomeo, Plotino, Zenón, Zoroastro, Arquímedes, ni Apeles.

En la obra de Ballester solo permanecen las esculturas de Apolo, a la derecha, y Palas Atenea, a la izquierda, protectores del Pensamiento y las Artes, y el cajón en el que se apoyaba Heráclito. El resto es un vacío sobrecogedor. Sobrecogedor como el paisaje de 'Los fusilamientos del 3 de mayo', de Goya, donde solo quedan el farol y la sangre derramada, o 'La balsa de la Medusa', de Géricault, varada y sin náufragos.

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