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El vacío en  el arte

El vacío en el arte

En una exposición, inaugurada no hace mucho, uno de los asistentes me comentó los cambios que veía en la obra del artista (obra que, bajo ningún concepto pasaré a analizar, eso ya no forma parte de la labor que estoy realizando, y queda para otros, si lo tienen a bien, hacerlo), sobre todo uno que él consideraba básico: la simplificación de elementos

PEDRO ALBERTO CRUZ

Viernes, 17 de junio 2016, 07:57

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En la lectura de lo que no se 've' radica la importancia de la obra y su trascendencia participativa

En una exposición, inaugurada no hace mucho, uno de los asistentes me comentó los cambios que veía en la obra del artista (obra que, bajo ningún concepto pasaré a analizar, eso ya no forma parte de la labor que estoy realizando, y queda para otros, si lo tienen a bien, hacerlo), sobre todo uno que él consideraba básico: la simplificación de elementos, la desaparición en determinadas zonas de referencias, en suma, la creación de superficies más ligeras que favorecían una lectura menos matérica y más profunda. Asentí ante lo dicho y seguimos hablando. Al terminar la conversación, me dediqué a mirar las obras desde una perspectiva diferente, más centrada en un tema que, reconozco tangencial durante tiempo, se había convertido en centro de interés a la hora de «enfrentarme» a ellas: la importancia del vacío en el arte.

No voy a tratar en este 'apunte' del concepto de vacío llevado a sus últimas consecuencias (hasta el momento solo conozco la experiencia que el grupo Nabla llevó a acabo en la Fundación García Jiménez), sin que esto suponga renunciar a hacerlo más adelante, porque prefiero centrarme en lo más cercano, en lo más asequible, aunque lo evidente de su presencia lo oculte a la mirada convencional. Y lo más cercano es la superficie de un cuadro (también podría hacerlo con la escultura, con un video, con una intervención, incluso con una performance), ya que en ella quedan escritas palabras aisladas o que devienen en oraciones, frases sueltas, párrafos claros o confusos: todo lo que constituye el lenguaje del autor, y el uso que hace de él.

La superficie es un «espejo» que devuelve inmisericorde todo lo que se deposita en ella, y que, a poco que se quiera ir más allá de la apariencia o del brillo de los barnices, nunca engaña, salvo a los que quieren se engañados. Devuelve el exceso, la mesura, el acierto, el error, la desgana, el agobio, etc., sin que pueda evitarlo el autor de la obra. Pero, todo eso fácil de distinguir, es apreciable a la primera ojeada si se tiene al ojo preparado para tal menester. Más complicado, por no decir difícil, es encontrar en la maraña de información que se recibe los «vacíos» que aparecen -dispuestos estratégicamente y de manera consciente, o fruto de un azar intuitivo que interviene en su existencia-, las zonas de contacto emotivas y geométricas en las que lo «lleno» parece interrumpirse, sin que visualmente nada lo indique. Y es que no es necesario eliminarlo todo para que aparezcan.

En la superficie los objetos se distribuyen, ocupan «su» lugar -ubi- más o menos correcto, según sea su importancia o el papel que el autor les asigne. Y entre ellos, y me adelanto a las réplicas a lo que expongo, el «relleno», sea en forma de materia, de mancha, de pincelada sutil, o de volúmenes y planos que unidos generan las formas. Nada aparece vacío, porque todo se llena como fórmula para justificar la estructura (o para hacer creer en la intensidad expresiva, en el «arrebato» del autor que deja así la evidencia de su entrega, el fruto del esfuerzo realizado para darse a los demás sin «tapujos»; en todo esto puede haber unos ciertos gramos de verdad, y unos cuantos kilos de pose, de falta de sinceridad incluso para sí mismo), la organización compositiva que es -incluso cuando se huye de ell-- la base física de la obra.

Pero, en la superficie se encuentran contenidas muchas más cosas; desde las que ocultan -sin ser veladuras- la trama, el armazón constructivo sobre el que se levanta el todo concluido, hasta las que actúan -y lo que sigue no es una contradicción ni, creo, una paradoja- de «espaciadoras» entre las partes, y hablan del vacío necesario para que las relaciones entre elementos se produzcan de manera clara, consecuente y «artística». En la naturaleza, y no entro en el campo de la física ciencia, la tridimensionalidad de los objetos facilita la comprensión del fenómeno de la existencia de la discontinuidad en lo continuo, aunque el espacio separador tienda a mostrarse plano, y eso permite realizar una lectura diferencial de lo que llamamos paisaje. Pero, en lo que se llama obra de arte, eso se tiene que «crear», se tiene que construir conscientemente para permitir el desarrollo de una «física relacional», transcendida al proceso psíquico derivado de la contemplación.

Los objetos, las partes del todo que conforman la obra, se relacionan entre sí a través de unas líneas imaginarias generadas en los espacios vacíos que quedan entre ellas (prefiero espacio a superficie, porque ésta normalmente suele estar cubierta por la hojarasca del recurso, la acumulación despistante o las frivolidades derivadas de los intentos por llamar la atención), espacios no visibles pero sí degustados aunque no se sepa de ellos. Estas líneas, a las que en otras ocasiones he llamado «de tensión» o «tensionales» indistintamente, dan credibilidad al remedo que se ofrece y lo legitiman como «ente» nuevo, con valores distintivos, y abierto a la especulación; porque, y es en este punto donde se aprecia la importancia del vacío, en la lectura de lo que no se 've' radica la importancia de la obra y su transcendencia participativa.

El vacío es el que atrae al espectador a detenerse en la obra, a buscar en ella el mensaje que se ha querido transmitir -y no hace falta que sea ético, estético, moral, religioso, «antisistema», etc--, las sensaciones emotivo/intelectuales marcadas por las pausas que invitan a trazar las propias líneas relacionales, dentro y fuera de la obra (entre ésta y el espectador también hay un espacio desprovisto de referencias, pero cruzado por multitud de líneas en ambos sentidos que sensibilizan la contemplación). La atracción es imprescindible para que la obra cumpla su función, y sea de arte. Muchas, por no decir una gran mayoría, no cumplen su cometido, no lo son, aunque los ornamentos con los que se «exhiben» parezcan indicar lo contrario: el engaño es fácil, y descubrirlo difícil.

El cansancio que acompaña en ocasiones a la contemplación de determinadas obras -famosas, únicas para sus autores, insuperables, y todos los adjetivos que se quieran añadir-, proviene de la ocupación total del espacio, impidiéndole a la superficie respirar y provocando su muerte por asfixia («nunca en una cosa tan pequeña ha cabido tanto», le oí decir orgulloso a un pintor ante uno de sus cuadros, como mínimo prescindible); o desquiciándola con «amontonamientos» de figuras, trazos, manchas, repeticiones, tras las que se intentan ocultar las carenciales personales, la falta de sentido y de contenido a lo que se hace.

El vacío en la superficie visualmente llena, abre muchos pequeños orificios que, conformen van ampliándose, dan paso a ventanas desde las que es posible vislumbrar que en el auténtico vacío sucede lo mismo, y que es preciso llegar a él para entender la esencia del arte, incluido el que se hace negándolo. Pero, esto forma parte de otro tema, de otro 'apunte'.

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