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El arte al servicio del mito (y II)

El arte al servicio del mito (y II)

«Al llegar debajo del arco de Triun- fo de L´Etoile, el carro del ilustre difunto hizo alto, en aquel momento descollaba desde su altura sobre toda la comitiva agrupada en masas compactas en las dos inmensas calles que conducen a aquel punto, y parecía hallarse dominado él mismo por los inmortales recuerdos de esos veinte y cinco años de victorias

PEDRO ALBERTO CRUZ

Viernes, 17 de junio 2016, 07:52

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Ha estado siempre presente para ser perpetuador del recuerdo o para extender el mito recién creado

«Al llegar debajo del arco de Triun- fo de LEtoile, el carro del ilustre difunto hizo alto, en aquel momento descollaba desde su altura sobre toda la comitiva agrupada en masas compactas en las dos inmensas calles que conducen a aquel punto, y parecía hallarse dominado él mismo por los inmortales recuerdos de esos veinte y cinco años de victorias, grabadas debajo de las bóvedas del monumento. Esa ha sido una pausa magnifica para los restos del gran capitán, que había tomado la gloria militar por base de su política y por fundamento de su poder. Puede decirse que en aquel momento la Francia levantaba de su última derrota al glorioso vencido de Waterloo, y le rehabilitaba en cierto modo cobijándole debajo del trofeo inmortal de sus victorias". ('Traslación de los restos del Emperador', capítulo añadido a la obra de Alejandro Dumas, Napoleón. Madrid, 1846, págs. 256-257).

Si el 'apunte' anterior lo terminaba refiriéndome a 'La coronación de Napoleón' de J. L. David, éste lo comienzo con uno de los párrafos que recogen el solemne traslado de sus restos, el 15 de diciembre de 1840, desde «el puente de Neuilly al cuartel real de los Inválidos». Y lo hago con toda «intención» pues, sin mucho esfuerzo, permite adentrarse en el racionalista, pragmático, mecanicista, burgués, proletario y laico siglo XIX sin encontrar diferencias sustanciales con siglos anteriores, y porque los pocos cambios habidos -en el fondo ideológico, no en la forma de manifestación- se harán más patentes en el siguiente, y en lo que llevamos del actual. Y en esa permanencia cambiante, el arte siempre ha estado presente para ser el soporte perpetuador del recuerdo, o para extender el mito recién creado y hacerlo agobiantemente «presente», con el apoyo de las nuevas formas de expresión que irán asimilándose al arte.

Si el mito «tradicional», en sus variadas manifestaciones externas relacionadas con sus distintos -supuestamente distintos- espacios culturales de actuación, se presenta como un intento de respuesta a las eternas y constantes preguntas del ser humano, que se sirve de ellas para hacer más llevadera la existencia y autoconvencerse de la posibilidad de una mínima victoria sobre el destino (que siempre acaba engullendo al que ha osado enfrentársele), el «héroe» contemporáneo, el sujeto que se hace objeto de culto -y, por lo tanto, merecedor de la conservación de su imagen-, responde a unos intereses más concretos, más próximos (salvo que su «mensaje» se quiera convertir en universal e imponer mediante la exportación a lugares ajenos) y, sobre todo, adaptados a las circunstancias que propician su aparición, y de las que se sirven él mismo mientras vive y los que pretenden hacerlo de su recuerdo y de su obra.

El mito contemporáneo, surgido de las prisas por alcanzar y mantener el poder, es impositivo y, por suerte, poco duradero, porque al construirse genera los medios contrarios que tratarán de destruirlo. Poco duradero, al menos desde nuestra perspectiva, aunque su intención sea la contraria y trate de sacar partido de su propia derrota (en un artículo aparecido en 'Informaciones' el 2 de mayo de 1945 -recogido por Fernando Díaz-Plaja en La posguerra española en sus documentos, firmado por UNUS y con el título de 'En el cielo hay fiesta mayor', se decía lo siguiente: «Pero Adolfo Hitler ha nacido ayer a la vida de la Historia con una grandeza humanamente insuperable. Sobre sus restos mortales se alza su figura moral victoriosa. Con la palma del martirio, Dios entrega a Hitler el laurel de la victoria. Porque la mística profunda y densa que su muerte crea en Europa, acabará triunfando sobre la humanidad. La Historia, estasgran Señora justiciera, dobla una página y aparece una nueva Era, que empieza con esta referencia: '1º de mayo de 1945. Muere Adolfo Hitler por la libertad de Europa'), con palabras grandilocuentes, el retorcimiento de los hechos y la salvaguardia de las obras -de arte- hechas por o en honor del denostado, dando igual la ideología, la doctrina o el color en el que se ha sustentado.

El mito contemporáneo, asociado a unas formas de poder que constantemente necesitan legitimarse, es restrictivo y cada vez más localista, sobre todo cuando es una derivación de unos supuestos con pretensiones universales, fracasados al no ser capaces de penetrar en las estructuras culturales y quedarse en la superficie mental de la persona, a la que pretende alienar para convertirla en masa. Queda claro que el proceso de masificación es más eficaz si se reduce a lo próximo, si el adoctrinamiento recurre a símbolos cercanos, y si las imágenes en las que se representan son de fácil lectura. Y también queda claro, para que este proceso sea efectivo y rápido (la propia relatividad de lo «mitificable» empuja a la inmediatez en la consecución de los objetivos e impide la acumulación suficiente de sedimentos), que el recurso a la manipulación es más efectivo cuanto menor sea la superficie que debe abarcar la «propaganda».

El mito contemporáneo necesita de la propaganda, de la publicidad, para ser conocido y extenderse; necesita estar presente, continua y constantemente presente, y a la vez enmascarar con su presencia los pies de barro sobre los que se apoya y la manipulación de la realidad que presenta como verdadera. Y si antes eran la arquitectura, la pintura y la escultura, las encargadas de mantener vivo el mito, ahora -alejando el ahora del presente- el cartelismo, la fotografía, el cine, el vídeo, todo lo relacionado con la imagen y su utilización, prestan sus servicios a la causa sin hacer ascos a ella y sin que la -supuesta- libertad alcanzada por el artista sufra menoscabo, porque el lodo sólo se hace visible si ha elegido al «ídolo» equivocado.

El mito contemporáneo participa, a parte iguales, de los dos principales males que afectan a la cultura: tiene miedo a la que no controla y se sustenta de la que se impone por el miedo. Por eso, a la vez que construye para mayor «gloria de» destruye lo anterior, y trata de borrar su recuerdo ideológica y físicamente. El mito recién parido se siente incómodo ante los más «antiguos», y no soporta la competencia de los hechos, sobre todo cuando le pone frente a frente la falsedad de lo que trata de elevar a la altura de los héroes del pasado, sin que -y pese al despliegue de medios que utiliza- llegue a tener la misma enjundia y transcendencia.

El mito contemporáneo, y termino, tiene la «suerte» de contar con una sociedad necesitada de creencias con mayor premura que las primitivas: éstas las construyeron porque no las tenían, ahora se edifican rápidamente para sustituir las que, en aras de la razón y la «materia», se destruyeron en nombre del progreso (por supuesto, y lo dejo claro, en ningún momento me estoy refiriendo a esa variopinta fauna de famosos, famosillos y famosetes, y a los que pululan a su alrededor, el mito se ha degradado pero no tanto). Y es desde esta necesidad -a menudo «creada» sin que existan causas objetivas-, y de los encargados de mantenerla alimentada, de la que surge y se expande con el servicio -a menudo sin darse cuenta de su complicidad- del arte que vuelve a sus orígenes, sin el misterio y la épica de entonces.

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